A dos años de la muerte de la Juez Ginsburg; lecciones aprendidas

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Discurso de aceptación a la nominación de jueza de la Corte Suprema de los Estados Unidos | 14 de junio de 1993, Washington, D. C.

El anuncio que el presidente [Clinton] acaba de realizar es significativo, pues contribuye a que se acerque el fin de los días en que las mujeres, al menos la mitad del grupo de talentos en nuestra sociedad, aparezcan en altos espacios sólo como actrices de una sola presentación. Recuerden que cuando el presidente Carter tomó posesión en 1976, ninguna mujer sirvió en la Corte Suprema, y sólo una mujer, Shirley Hufstedler de California, sirvió en el siguiente nivel de la Corte Federal, la corte de apelaciones de los Estados Unidos.

Hoy, la jueza Sandra Day O’Connor se sienta en el tribunal de la Corte Suprema, y cerca de 25 mujeres sirven en la Corte Federal de Apelaciones, dos como juezas principales. Estoy confiada de que pronto más mujeres se unirán a ellas. Esto me parece inevitable dado el cambio en las inscripciones en las escuelas de Derecho.

Mi generación en la Escuela de Derecho hacia finales de la década de 1950 contaba con más de 500 estudiantes. La generación incluía menos de 10 mujeres. Como dijo el presidente, ninguna firma de abogados en toda la ciudad de Nueva York apostó para mi empleo como abogada cuando obtuve mi título. Hoy, pocas escuelas de Derecho tienen menos de 40 por ciento de mujeres inscritas, y varias han alcanzado o superado la marca de 50 por ciento […]

Mi hija, Jane, me recordó hace unas horas, en una llamada de buena suerte desde Australia, de un signo del cambio que hemos tenido la buena fortuna de experimentar. En el anuario de graduación de su escuela preparatoria en 1973, la lista de Jane Ginsburg debajo de la palabra “ambición” era “ver a su madre designada en la Corte Suprema”. En la siguiente línea se leía: “si es necesario, Jane va a designarla”. Jane está muy complacida, señor presidente, de que usted lo hizo en su lugar, y su hermano, James, también.

Yo espero que se me pregunte en cierto detalle acerca de mis perspectivas acerca del trabajo de un buen juez en un tribunal de la Alta Corte. Esta tarde no es un momento para observaciones extensas en ese tema, pero quizá afirme unas cuantas guías fundamentales.

El presidente del tribunal, el juez Rehnquist, ofreció una guía que yo mantengo al frente de mi mente: un juez está obligado a decidir justamente en cada caso en una corte con los hechos relevantes y la ley aplicable, incluso cuando la decisión no es –como él lo dijo– lo que la multitud quiere.

Además, no conozco un sumario mejor que el que proveyó la jueza O’Connor extraído de un periódico escrito por el profesor Burt Neuborne de la Escuela de Derecho de la Universidad de Nueva York, las observaciones concernientes a la influencia duradera del juez Oliver Wendell Holmes. Se leía:

“Cuando un juez constitucional moderno es confrontado con un caso difícil, Holmes está a su lado con tres recordatorios gentiles: primero, honestidad intelectual acerca de las decisiones políticas disponibles; segundo, autocontrol disciplinado en el respeto a la elección política de la mayoría, y tercero, un compromiso a la defensa de la autonomía individual incluso ante la acción de la mayoría”.

A esto sólo puedo decir: amén.

Estoy endeudada con muchos por esta extraordinaria oportunidad y reto: a un revivido movimiento de mujeres en la década de 1970 que abrió las puertas a personas como yo, al movimiento de derechos civiles del decenio de 1960 desde el cual el movimiento de mujeres obtuvo inspiración, a mis colegas maestros en Rutgers y Columbia, y, por 13 años, a mis colegas del Circuito de D. C., quienes moldearon y ampliaron mi apreciación del valor de la colegiación.

De manera más cercana, he estado siendo ayudada por mi compañero de vida, Martin D. Ginsburg, quien ha sido, desde nuestros días de adolescencia, mi mejor amigo y mi gran impulsor; por mi suegra, Evelyn Ginsburg, la madre más solidaria que una persona podría tener, y por una hija e hijo con los gustos de apreciar que papá cocina un poco mejor que mamá y que, por tanto, me sacaron de la cocina a una edad relativamente joven.

Finalmente, sé que Hillary Rodham Clinton ha alentado y apoyado la decisión del presidente para utilizar las habilidades y los talentos de todas las personas en Estados Unidos. No conocía, hasta el día de hoy, a la señora Clinton, pero me apresuro a agregar que no soy la primera miembro en mi familia en estar cerca de ella.

Hay alguien más a quien amo profundamente y para quien la primera dama es una vieja amiga. Mi maravillosa nieta, Clara, quien fue testigo de esta súper fotografía sin posar tomada en octubre pasado cuando la Sra. Clinton visitó la guardería en Nueva York y dirigió a todos los pequeños en la canción “The Toothbrush Song”. La pequeña persona al frente de esa fotografía es Clara.

Tengo un último agradecimiento. Es a mi madre, Celia Amster Bader, la más valiente y más fuerte persona que he conocido, quien fue arrebatada de mi vida muy pronto. Oro para que yo sea todo lo que ella pudo haber sido si hubiese vivido en una en la que las mujeres pudieran inspirar y lograr, donde las hijas fueran tan valoradas como los hijos.

Estoy ansiosa por las estimulantes semanas de este verano y, si soy confirmada, ansiosa por trabajar en una Corte con lo mejor de mis habilidades para el avance de la ley en el servicio de la sociedad.

Gracias.

Ruth Bader Ginsburg

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