Nómadas digitales: Algunos ya cuelgan la mochila

Loading Agregar a favoritos
Aceprensa

Luis Luque

Una foto subida a una red social muestra a un joven tecleando en un portátil. Detrás de él, el azul del mar, la arena hirviente y tres cocoteros; una imagen que a cualquier empleado que eche horas anclado a un ordenador le encenderá la bombilla: “Yo también quiero ¡y puedo! trabajar y vivir así”. Si se anima lo suficiente, hará la maleta, agarrará el pasaporte y se marchará en pos de su oportunidad, su trozo de mar y su cocotero (y una buena conexión a internet, claro, para seguir trabajando desde allí).

Entrará así en el cada vez más amplio club de los nómadas digitales (ND), que –técnicamente hablando– no serían todos los que plantan la tienda en otro país y de ahí no se mueven, sino los que, cada cuatro o seis meses, se enganchan la mochila y parten a otra ciudad o país. Algunos de los que llevan este ritmo, sin embargo, dejarán en algún momento sus destinos idílicos y se volverán a su aburrido barrio porque, a menos que se tenga vocación de caracol para andar con la casa a cuestas, lo inacabable del camino, la provisionalidad, cansan, estresan, aunque las sonrisas en Facebook o en Instagram lo oculten a la vista.

Varias historias recién publicadas dan voz a personas que, experimentados los inconvenientes, regresan al hogar o se asientan en algún otro sitio de modo estable. A inicios de junio, el diario británico The Telegraph recogió en un artículo algunos testimonios sobre los hándicaps de este modo de vida, y tituló de modo poco amable: “‘Cansados’, ‘solos’ y odiados por los lugareños: La realidad de los que venden el sueño del nómada digital”. Días después, la BBC conversó con una joven inglesa, Lauren Juliff, una chica apasionada por los viajes, que a los cinco años de hacerse al camino se cansó.

Según contó, la ausencia de vínculos humanos estables, la lejanía de su familia y amistades, la mala alimentación, las inestables condiciones materiales de trabajo, la dificultad para sistematizar actividades de esparcimiento, etc., llegaron provocarle depresión y ansiedad –“empecé a tener ataques de pánico a diario, que solo cesaban cuando imaginaba que tenía un hogar”, confesó–.

La sintomatología desapareció únicamente cuando decidió firmar un contrato de alquiler estable en una ciudad de Portugal.
Ya ubicada en algo a lo que podía llamar hogar, cerró la puerta, colgó la mochila, se descalzó…, y respiró.

¡Lee el artículo completo de Aceprensa aquí!

Visita la página de Aceprensa para más contenido interesante.

Loading Agregar a favoritos
Radar LaboralNómadas digitales: Algunos ya cuelgan la mochila