El Camaleónico Zaldivar; ahora en la campaña de Claudia la visión de Javier Martín Reyes en Nexos; vale la pena leerlo!

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–Javier Martín Reyes

El obradorismo lanzó un asalto de dimensiones nunca vistas contra el Poder Judicial y algunos órganos constitucionales autónomos. Los ataques han sido constantes y variados: desde iniciativas y reformas a la Constitución para desaparecerlos o mutilarlos hasta descalificaciones contra sus integrantes, pasando por reducir el presupuesto, denuncias penales, amenazas de juicio político y designaciones que siguen la lógica de la captura partidista. No ha sido un sexenio pacífico para los órganos de contrapeso.

Estas instituciones han respondido de modos distintos. Algunas han resistido. Otras han claudicado. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), después de la cuestionable designación de Rosario Piedra Ibarra, claudicó. Basta con leer sus comunicados para constatar cómo una institución, que en momentos jugó un papel relevante en la defensa de los derechos, renunció a ser un contrapeso para convertirse en una oficina de propaganda gubernamental. Otras instituciones decidieron defender de manera abierta y firme su autonomía. Quizá el mejor ejemplo sea el Instituto Nacional Electoral (INE), sobre todo durante la presidencia de Lorenzo Córdova. En este periodo, el INE se defendió tanto en la palabra como en los hechos y no se abstuvo de denunciar y controvertir judicialmente los intentos por desmantelar el sistema electoral mexicano. Ésa es también la estrategia que ha seguido la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) después de la elección de la presidenta Norma Piña.

Se ha dicho, sin embargo, que existe una tercera vía. Según algunos renombrados comentaristas, es la estrategia que siguió la Suprema Corte durante la presidencia de Arturo Zaldívar. En vez de confrontar al presidente López Obrador, las autonomías tenían la oportunidad, en palabras de Ana Laura Magaloni, de “acordar” con el presidente, de “convencerlo” de sus errores e, incluso, de “decirle que no” en temas políticamente relevantes.1 Al comentar la decisión de la Suprema Corte sobre la consulta popular, Enrique Quintana sintetiza la lógica de esta supuesta tercera vía: “La posibilidad de que se pueda eludir el enfrentamiento con el presidente sin que tenga que haber sometimiento”

Aquí analizo el desempeño del tribunal constitucional mexicano en el sistema de pesos y contrapesos durante las presidencias de Zaldívar y Piña. Entre otras cosas, me interesa explicar y aquilatar los beneficios y los costos de tal estrategia. ¿Fue posible que en el periodo de Zaldívar la Corte evitara la confrontación y evitara ser sumisa ante López Obrador? ¿Cuáles fueron las causas y los costos de la estrategia de Zaldívar? ¿Ha cambiado la lógica de la Corte durante la presidencia de Piña? ¿Cuáles son los riesgos y las oportunidades de tal apuesta? ¿Cuáles son las implicaciones para el sistema de pesos y contrapesos?

Lo que me interesa mostrar es que la contención provocó que la Corte claudicara. Lejos de ser un intermediario, Zaldívar utilizó su cargo para beneficiarse personalmente y lucrar en términos políticos. Fungió como correa de transmisión de los deseos presidenciales para hacerse un lugar en la porra del obradorismo. Bajo esta mirada, la renuncia temprana de Zaldívar es sólo un paso más en la carrera de un político que durante catorce años vistió la toga judicial. Tal estrategia le rindió indiscutibles frutos a Zaldívar, pero el costo para la Corte fue altísimo: se cuestionó su legitimidad por decisiones apartadas de la norma jurídica y se generaron vacantes inconstitucionales que le dieron una mayor influencia a López Obrador en la configuración de la Corte. Al contrario, durante la era de Piña una mayoría de ministras y ministros ha sustituido el colaboracionismo por la defensa frontal de la independencia judicial. La estrategia tiene costos pero parece que, poco a poco, la Corte ha corregido el rumbo.

Las transformaciones de Zaldívar

Para entender la lógica de la presidencia de Zaldívar, primero hay que recordar cómo llegó a ese cargo. La respuesta es clara: acercándose al poder político en turno. En ese sentido, la estrategia de Zaldívar contrasta notablemente con la imagen que durante años intentó construirse como ministro de la Corte. Demasiado se ha dicho que Zaldívar como ministro se distinguió por su independencia. Aunque fue propuesto por el presidente Felipe Calderón, eso no impidió que votara contra los intereses de su gobierno en casos tan emblemáticos como el de la Guardería ABC o en la liberación de Florence Cassez. Pero esa independencia al ser ministro contrasta con la subordinación que mostró en sus dos intentos de llegar a la presidencia de la Corte.

Su primer intento fue en 2014. El país vivía el auge del Pacto por México: reformas sobre todo económicas —impulsadas por el PRI, el PAN y el PRD— que abarcaron “desde la relativa a abrir el mercado energético hasta la de generar instituciones reguladoras para disciplinar a los empresarios en sectores con poca competencia”.3 Como podía esperarse, tales reformas fueron muy criticadas por el entonces opositor Andrés Manuel López Obrador. En una entrevista de 2013, López Obrador decía que “el Pacto contra México” no era otra cosa que “la privatización del petróleo […] Es la preparación de un golpe, de un gran atraco”

La primera vez que quiso ser presidente de la Corte, Arturo Zaldívar se presentó a sí mismo como el custodio judicial del pacto —o del atraco, según se quiera ver—. En un ensayo publicado en nexos en agosto de 2014,5 Zaldívar adoptó la retórica del poder en turno. Dijo que la “enorme transformación prevista en esas reformas” exigía “la participación de todos los actores” y que la Corte jugaría “un papel determinante en la arquitectura jurídica” de esos cambios. La Corte debía “contribuir a alcanzar los fines” del pacto e impulsar la visión de las (neoliberales) reformas del Pacto por México: “La función de la Suprema Corte es defender esa visión y contribuir a que se haga realidad”.

Arturo Zaldívar estuvo cerca de llegar a la presidencia de la Corte pero no lo logró. Después de 32 rondas de votación, Luis María Aguilar, un juez de carrera, fue designado como presidente por una mayoría de ministros. Jamás sabremos, por tanto, si Zaldívar se habría convertido en el fiel guardián judicial de las reformas económicas impulsadas por el PRI, el PAN y el PRD. Lo que sí sabemos es que Zaldívar dio un giro de ciento ochenta grados cuatro años después.

¿Qué hizo Arturo Zaldívar en 2018? Intentar, una vez más, acercarse al (nuevo) poder en turno e incrementar sus posibilidades de arribo a la presidencia de la Corte. Así comenzó una nueva mutación de Zaldívar, quien pasó de adalid del neoliberalismo prianista a militante del populismo obradorista.

De nuevo recurro a las páginas de nexos para documentar las camaleónicas posiciones de Zaldívar.6 En otro ensayo publicado antes de la toma de posesión de López Obrador, Zaldívar cambió de convicciones y abrazó de lleno la retórica del obradorismo. En ese texto es posible encontrar una enorme coincidencia con algunas de las ideas y los mitos fundacionales del actual gobierno: las elecciones de 2018 no fueron un capítulo más de la democracia, sino un momento transformador, equiparable a los tres grandes momentos del nacionalismo revolucionario (Independencia, Reforma y Revolución); la idealización del texto de la Constitución de 1917; y la apuesta por el voluntarismo político.
Según el Zaldívar de 2018, el malestar expresado en las elecciones de ese año iba “más allá de la preferencia por un determinado programa de gobierno”. La ciudadanía dio “una moción de censura al orden institucional imperante, percibido como totalmente desgastado, corrompido, permeado por el cinismo y la simulación”. La Corte, en la tesis de Zaldívar, debía rectificar; de lo contrario, corría el riesgo de desaparecer. La amenaza era velada pero franca: “Una institución sin legitimidad es una institución débil; y una institución débil es una institución prescindible”.

Aunque en ese momento López Obrador aún no tomaba protesta ni se había aprobado ninguna reforma constitucional significativa del obradorismo, Zaldívar proponía un cambio radical en cómo la Corte debía cumplir con su papel. A diferencia del Zaldívar de 2014, que proponía hacer todo lo posible para dar vida a las reformas “neoliberales” del Pacto por México, el Zaldívar de 2018 planteaba una vuelta al pasado, al espíritu social de la Constitución de 1917. Era necesario “reorientar la manera en la que interpretamos la Constitución, para comprometernos en forma más clara y decidida con los cambios sociales que desde su texto original se han perseguido sin éxito”. Según Zaldívar, esta suerte de originalismo tropicalizado era necesario, pues a final de cuentas existía una plena coincidencia entre las aspiraciones sociales de la Constitución y las demandas del obradorismo. Y, finalmente, el Zaldívar de 2018 mostró su adhesión a un voluntarismo en sintonía con el que caracteriza al obradorismo. En sus palabras: “No hay ninguna reforma judicial que sea capaz de reparar el vínculo de confianza entre la sociedad y sus jueces. Lo que se requiere es voluntad y rumbo y hoy están dadas las condiciones para emprender ese camino”.

¿Cómo explicar la mutación de Zaldívar? Es difícil pensar que el otrora defensor de las reformas neoliberales experimentó, en menos de un lustro, una suerte de revelación divina que transformó radicalmente sus convicciones políticas y jurídicas. La ambición personal y el oportunismo político parecen ser las mejores explicaciones de esta transformación. La estrategia fue la misma que en 2014: utilizar las presiones externas como una forma de lograr los consensos en la Suprema Corte. Así lo reconocen, incluso, algunos analistas que militan con el actual movimiento político en el poder. En palabras de Hernán Gómez Bruera: En 2018 no pintaban fácil las cosas para que Zaldívar llegara a la presidencia de la Corte. […] Los votos no le daban y no le hubieran dado de no ser por la intervención de [Julio] Scherer. Si bien en el entorno de Zaldívar se asegura que el ministro llegó a la presidencia por el apoyo de López Obrador, el presidente no lo conocía realmente.7
El giro al obradorismo rindió frutos a Zaldívar. A principios de 2019 logró siete de los once votos del Pleno y fue designado presidente. Su triunfo no sólo fue relevante por ser la primera presidencia de un ministro “externo” —es decir, no perteneciente a la carrera judicial— en la historia moderna de la Corte, sino sobre todo por su cercanía con el gobierno de López Obrador.

La era Zaldívar: ¿ni enfrentamiento ni sumisión?

No es posible, en este espacio, hacer un recuento puntual de las muchas formas en que como presidente de la Corte Arturo Zaldívar colaboró y se mimetizó con el gobierno de López Obrador. La presentación de una iniciativa de reforma judicial redactada por Zaldívar y firmada por López Obrador; el intento por extender el mandato de Zaldívar en violación al periodo de cuatro años que marca la

Constitución; las descalificaciones de Zaldívar a la oposición y su apoyo a figuras del obradorismo; la realización de conferencias de prensa de Zaldívar ideadas a imagen y semejanza de las mañaneras obradoristas; el silencio frente a la inconstitucional renuncia de Eduardo Medina Mora, que le regaló una primera designación indebida a López Obrador; la renuncia del propio Arturo Zaldívar a la Corte —que le dio una segunda designación indebida al presidente y que culminó en la primera elección por dedazo de una ministra de la Corte— y su burda incorporación a la campaña de Claudia Sheinbaum son sólo algunos ejemplos públicos y notables.

En el ámbito jurídico, los efectos fueron igual de negativos. Por supuesto, y es importante destacarlo, el balance de este periodo es una combinación de buenas y malas decisiones, adversas y favorecedoras, a los intereses del proyecto político del obradorismo. Así lo documentaron diversas voces en el dossier “Las deudas de la Corte”, publicado por esta revista en febrero de 2023, al analizar puntualmente las sentencias de la Corte ante las reformas impulsadas por el gobierno de López Obrador. También es cierto que durante la era de Zaldívar, la mayoría de los ministros tomaron decisiones costosas en términos de independencia. Por ejemplo: validaron el acuerdo militarista mediante el cual López Obrador llevó al máximo la participación de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública, vulnerando tanto la Constitución como los tratados internacionales; no invalidaron disposiciones de la Ley de la Industria Eléctrica que eran contrarias al derecho a un medioambiente sano y al principio constitucional de competencia económica; reformularon la pregunta de la mal llamada consulta popular “para enjuiciar expresidentes” con la intención de hacerla viable, aunque, en palabras del ministro Aguilar, fuese un auténtico “concierto de inconstitucionalidades”.

En cada una de estas decisiones, de enorme relevancia política para el sistema de pesos y contrapesos, la Corte se inclinó a favor del gobierno sin otorgar argumentos jurídicos sólidos que las sustentaran. En esa medida, es difícil explicarlas bajo la lógica de la tercera vía: evitar tanto la confrontación con López Obrador como la sumisión al poder presidencial. Por el contrario, creo que en estas y otras determinaciones la Corte decidió no tanto guiada por la lógica de las normas jurídicas, sino por el cálculo político. Se trata, como es obvio, de decisiones colectivas en las que el voto de Zaldívar contó lo mismo que el de sus pares —una cuestión sobre la que regresaré más adelante—.

Hay, sin embargo, ciertas cuestiones donde la mera intervención de Zaldívar como presidente sí pudo ser clave. Sería el caso de la demora en la resolución de los asuntos políticamente relevantes para la administración de López Obrador. A dos años de la llegada de Zaldívar,8 Héctor Aguilar Camín sintetizaba una dura crítica sobre cómo la Suprema Corte no había resuelto la mayoría de las impugnaciones en contra de las leyes secundarias promovidas por el gobierno de López Obrador. En sentido similar, Saúl López Noriega señalaba que una de las caras del “cinismo como doctrina legal” consistía en la estrategia de una Suprema Corte que evitaba decidir los temas y que “la autonomía judicial no se apuntala escabulléndose de votar los casos que justo le importan a la actual mayoría en el poder”.

Ahora bien, ¿demoró (o no) el presidente Zaldívar la resolución de los asuntos relevantes para el gobierno de López Obrador? Es, por supuesto, una pregunta empírica que pasa por diversas determinaciones fácticas y para la que tenemos sólo una respuesta parcial. La primera pregunta es si se atrasó en la resolución de los asuntos. En este sentido, la respuesta parece ser afirmativa. Al analizar todas las acciones de inconstitucionalidad y controversias constitucionales recibidas entre 1997 y abril de 2021, Haydeé Gómez y Regina Medina10 encontraron que son “anormales” los tiempos de resolución de los casos sobre la militarización durante este sexenio. Los datos duros de este análisis son contundentes y muestran que, al menos en esa materia, existió una “preocupante tardanza de la Suprema Corte en resolver las acciones de inconstitucionalidad relacionadas con la militarización”.

Ahora bien, ¿de quién fue la responsabilidad de este retraso? ¿Del presidente Zaldívar? ¿De los ponentes? ¿O de ambos? Desgraciadamente, la presidencia de Zaldívar se negó a entregar la información necesaria para responder estas preguntas. Justo cuando estaba a punto de terminar el periodo de Zaldívar, la organización México Evalúa11 intentó recopilar la información necesaria. Sin embargo, la información no estaba ni disponible en línea. Peor aún: las respuestas a sus solicitudes de información “presentaban errores, inconsistencias, contradicciones e información faltante”, y el comité de transparencia de la Corte “declaró inexistentes algunos datos para variables de especial interés”.

La opacidad con la que se topó México Evalúa impide que sepamos con exactitud cuál fue el papel que jugó Zaldívar en la demora al resolver asuntos clave para la presidencia de López Obrador. Pese a esas limitaciones, la organización sí pudo documentar la “existencia de un gran número de asuntos con tiempos excepcionalmente más largos de resolución que el promedio” y “ponencias cuyos tiempos de resolución son significativamente más largos que otras”. Esto último, como reconoce el propio estudio, puede deberse a factores organizacionales, “pero también pone sobre la mesa la posibilidad de que existan intereses políticos o privados con potencial influencia en estos tiempos”.

Al finalizar el periodo de Zaldívar, en un balance de las deudas de la Corte, María Amparo Casar y Héctor Aguilar Camín lo dijeron con claridad: “La divisa de la Corte en estos cuatro años fue procrastinar, posponer su juicio sobre asuntos fundamentales de la convivencia legal entre mexicanos para no confrontar al titular del Ejecutivo”.12 No sabemos, por supuesto, en qué medida la procrastinación fue una responsabilidad compartida. Lo que sí queda claro es que, durante su presidencia, Zaldívar se negó a transparentar la información necesaria para responder esos cuestionamientos; algo por demás paradójico, pues con esa información podría desmontar lo que él considera una crítica infundada sobre su periodo como presidente.

La era Piña y el giro hacia la independencia

Este espacio tampoco es suficiente para analizar, a detalle, las muchas decisiones de la Corte durante la presidencia de Norma Piña. Sin embargo, a estas alturas parece claro que una mayoría de ministras y ministros ha adoptado posiciones que se caracterizan por su solidez argumentativa en casos que involucran intereses del gobierno federal.

Durante el periodo de Piña la Corte invalidó, en su totalidad, la reforma electoral más regresiva en la historia de la democracia mexicana —el llamado Plan B— por violaciones graves al procedimiento legislativo; invalidó el decreto mediante el cual el presidente López Obrador pretendía calificar como de seguridad nacional las obras y los proyectos del gobierno federal, porque se abría la puerta a negar el acceso a toda información relacionada; declaró inconstitucionales las disposiciones que pretendían trasladar el control operativo y administrativo de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Militar; y puso fin a la parálisis en el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI) y ordenó realizar las designaciones que sistemáticamente López Obrador y el Senado se han negado a hacer.

Por eso se dice que la presidencia de Norma Piña ha marcado un giro hacia posiciones de mayor independencia. Y, desde esta perspectiva, la elección de Piña como cabeza de la Suprema Corte fue histórica no sólo por ser la primera mujer en presidir el Poder Judicial Federal, sino por lo que significó en términos de independencia judicial. Piña es una jurista solvente y congruente, que se ha caracterizado por tener posiciones jurídicamente sólidas y políticamente imparciales. Sin embargo, resulta claro que la mera elección de Piña no podría explicar, por sí misma, el giro en la Corte hacia posiciones de mayor independencia.

¿Cómo podría un cambio en la presidencia alterar —para bien o para mal— el funcionamiento de los órganos colegiados de la Corte? Para empezar, la presidencia de la Corte influye de una manera limitada en las votaciones del Pleno. Ahí, la presidencia es sólo uno de once votos y, además, no participa en la elaboración de proyectos de sentencia. Más aún: la persona que preside la Corte no participa en las votaciones de salas. En ese sentido, tiene una influencia menor que sus pares, al menos en la definición final de las decisiones jurisdiccionales.
El giro en la Corte tampoco podría explicarse por un cambio en su composición ideológica, esto es, por la llegada de perfiles con mayor independencia. Ciertamente ha habido ministros que han destacado por su independencia, como Juan Luis González Alcántara Carrancá y Margarita Ríos Farjat. Sin embargo, la llegada a la Corte de perfiles como los de Yasmín Esquivel Mossa —quien se han caracterizado por votar a favor del gobierno de López Obrador con argumentos que suelen ser endebles en términos jurídicos— o Lenia Batres Guadarrama —una persona que cuenta con una trayectoria marcadamente partidista— es un factor que jugaría, precisamente, en contra del giro.
Bajo esta luz, el cambio en las posiciones de la Corte no se explica por la llegada de Piña a la presidencia. Más bien, su elección se debe a un cambio de actitud y a un cambio en el cálculo estratégico de buena parte de quienes integran la Corte. Arturo Zaldívar llegó a la presidencia ofreciéndose como un mediador con López Obrador. Parecería que, a cambio de decisiones jurídicamente insostenibles a favor del presidente, Zaldívar podía garantizar protección a la Corte. Sin embargo, su estrategia fue fallida.

De entrada, Zaldívar no fungió como mero mediador que defendió a la judicatura. Usó el cargo como trampolín para lucrar políticamente en su beneficio: primero, para extender su mandato; luego, para buscar acomodo en la campaña de Claudia Sheinbaum. Ganó el repudio de sus pares, quienes votaron por la inconstitucionalidad de su extensión y quienes lo dejaron en una franca minoría con los aliados del gobierno. Además, Zaldívar no ofreció la protección prometida. Quizá los ejemplos más claros de esto sean la renuncia del ministro Eduardo Medina Mora, así como la caída de la presidencia de la magistrada Janine Otálora del Tribunal Electoral. La consecuencia de esto fue un cambio en el cálculo estratégico: las ministras y los ministros entendieron que la mejor protección para la Corte no era el colaboracionismo político, sino la defensa de la independencia judicial.

Después del giro

A la luz de este análisis, creo que queda claro que la presidencia de Zaldívar no fue un episodio en el cual la Corte logró evitar tanto la sumisión al poder presidencial como la confrontación con el gobierno federal. De hecho, en algunos casos clave si la Corte se alineó con los intereses del gobierno federal fue porque se pensó que era la mejor forma de minimizar los ataques provenientes del gobierno de López Obrador, que contaba con una enorme legitimidad democrática, el control de ambas cámaras y una oposición que al menos durante la primera mitad del sexenio estuvo dispuesta a aprobar reformas constitucionales.
Sin embargo, el cálculo de quienes integran la Corte cambió por dos factores. En primer lugar, porque los ataques no cesaron: se recrudecieron. La colaboración no fue garantía para la Corte. Y, segundo, porque después de las elecciones de 2021, la oposición anunció y mantuvo en términos generales una moratoria constitucional, cerrando así la posibilidad de aprobar reformas constitucionales que limitan la independencia de la Corte. En este nuevo escenario se entendió que la mejor forma de protegerse de los embates era resolver con independencia y no subordinarse a las presiones del poder presidencial.

Se trató de una estrategia riesgosa, cuyos resultados definitivos son aún inciertos. Durante 2024 veremos un recrudecimiento de los ataques en contra de las autonomías y el resultado de las elecciones de este año definirán la viabilidad de la propuesta obradorista para descabezar y capturar a la judicatura federal. Sin embargo, parece justo decir que la estrategia, hasta el momento, ha funcionado. La Corte ha logrado invalidar leyes y actos inconstitucionales, mantener su presupuesto y frenar medidas regresivas como la extinción de sus fideicomisos. Y lo ha logrado haciendo simplemente lo que es su mandato: defender, con fuerza y vehemencia, las reglas y principios establecidos en la Constitución. Hoy tenemos una Corte que cumple mejor su papel en el sistema de pesos y contrapesos. Nada más, pero tampoco nada menos.

Javier Martín Reyes
Investigador de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM
Agradezco a Mauricio Varas Silva por su labor como asistente de investigación.

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