La sensación de ansiedad está en todas partes, desde los debates de políticas de alto nivel y los manifiestos políticos hasta la cobertura noticiosa diaria. En Alemania, el último plan presupuestario del Gobierno identifica un mayor crecimiento como una de las prioridades máximas. En la India, las autoridades nacionales reclaman el lugar de su país como la economía de más rápido crecimiento del planeta. En China, donde se ciernen perspectivas deflacionarias, es indiscutible que el Gobierno está preocupado de alcanzar su objetivo de crecimiento de 5% para este año.
En el Reino Unido, Keir Starmer, líder del opositor Partido Laborista, ha prometido lograr el máximo crecimiento sostenido del G-7 si es elegido, y los conservadores, desde el Gobierno, expresan ambiciones parecidas (recordemos el ahora infame mantra de la ex primera ministra Liz Truss: “Crecimiento, crecimiento, crecimiento”).
Sin embargo, poner el crecimiento en el centro de la elaboración de políticas económicas es un error. Aunque importante, el crecimiento en abstracto no es una meta ni una misión coherente. Antes de comprometerse a objetivos específicos (sean de crecimiento del PIB, producción global, etcétera), los gobiernos deberían centrarse en la dirección de la economía. Después de todo, ¿de qué sirve un alto crecimiento económico si para él se precisan malas condiciones laborales o ampliar la industria de los combustibles fósiles?
Es más, los gobiernos que han tenido más éxito en catalizar el crecimiento lo han hecho cuando impulsaban otros objetivos, no el crecimiento por sí mismo. La misión de la NASA de enviar hombres a la Luna y hacer regresarlos, produjo innovaciones en materiales aeroespaciales, electrónica, nutrición y software que más adelante aportarían un importante valor económico y comercial. Pero la NASA no se planteó crearlas por esa razón, y es probable que nunca lo hubiera hecho si sus misiones se hubieran emprendido solo para aumentar la producción.
De manera similar, internet surgió de la necesidad de que los satélites se intercomunicaran. Debido a su adopción generalizada, durante la última década el PIB digital ha estado creciendo 2,5 veces más rápido que el PIB físico, y hoy la economía digital está en camino de valer unos 20,8 billones de dólares estimados para 2025. Una vez más, tales cifras de crecimiento son resultado de una imbricación activa con las oportunidades que presenta la digitalización; por sí mismo, el crecimiento no era el objetivo.
En lugar de centrarse en la aceleración de la brecha del PIB digital, los gobiernos deberían tratar de cerrar la división digital, y asegurarse de que el crecimiento actual y el futuro no se basen en el abuso del poder de mercado de las grandes tecnológicas. Si se considera la rapidez con la que está avanzando la inteligencia artificial, se precisan con urgencia gobiernos que puedan reformular la próxima revolución tecnológica en el interés de la gente.
La economía no crecerá por sí sola en una dirección socialmente deseable. Como subrayé hace 10 años, el Estado tiene un importante papel empresarial. Después de los recientes intentos de los gobiernos de reactivar sus economías tras la pandemia, está claro que aún tenemos pendiente el desarrollar nuevos caminos sobre cómo lograr un crecimiento que sea no solo “inteligente”, sino también verde e inclusivo. Los gobiernos necesitan rutas de política económica con objetivos claros que se basen en lo que sea más importe a sus pueblos y al planeta. El apoyo público para estos negocios debería estar condicionado a que se hagan nuevas inversiones que “aceleren y mejoren” el camino hacia una economía real más verde e incluyente.
Mariana Mazzucato es directora fundadora del Instituto para la Innovación y el Propósito Público de la Universidad College de Londres y presidenta del Consejo sobre la Economía de la Salud para Todos de la Organización Mundial de la Salud.

