Siempre he dormido mal. Este es uno de los hechos fundamentales de mi vida, uno de los elementos que le otorgan cohesión y continuidad. He vivido en tres países, en siete ciudades y en quince pisos distintos; en todos he dormido mal. He tenido varios puestos de trabajo; en todos sentí la angustia de no rendir bien por falta de sueño. He tenido parejas; el mal dormir compartió cama con todas ellas. He tomado pastillas, he consultado webs especializadas, he asistido a talleres de mindfulness; el mal dormir ha permanecido tan inalterable como mi número de DNI. Como escribió Billy Collins en el verso que encabeza este capítulo, el mal dormir es al mismo tiempo mi peor enemigo y mi amigo más antiguo. Pero ¿qué quiere decir «dormir mal»? En principio es solo una manera de referirse al insomnio. Y si este fuese un libro de divulgación médica o científica esa sería la palabra que emplearía. Al fin y al cabo, los especialistas definen el insomnio como una incapacidad para dormir lo suficiente pese a tener ocasión y necesidad de hacerlo; una incapacidad que se prolonga en el tiempo y que tiene algún tipo de consecuencia sobre nuestro de sempeño diurno. Pero en esta definición caben realidades y experiencias muy diferentes. El insomnio agudo o crónico (lo que yo consideraría, instintivamente al menos, insomnio de verdad) puede destruir la vida de una persona. Puede llevarla a pasar semanas enteras sin pegar ojo. Puede incapacitarla para el trabajo, provocarle serios desequilibrios mentales y requerir tratamiento médico.

