Después del incómodo incidente de la manzana, el Dios de la tradición cristiana condenó a la humanidad a ganarse el pan con el sudor de su frente. O sea, trabajando. Se ha dicho que la palabra “trabajo” viene del latín tripalium, que era un instrumento de tortura de tres palos. A cualquiera le afecta madrugar, subirse al deficiente transporte público o a un auto para ir a trabajar, dedicando a ello la mayor parte del día, lejos del descanso, la familia, los amigos, la diversión. La vida. Es decir: el trabajo es una maldición, secular o divina. Ahora, gracias al alto grado de automatización, a la inteligencia artificial, a la tecnología, se empieza a vislumbrar un mundo sin trabajo, un mundo postrabajo. Para bien o para mal.
Según el Foro Económico Mundial, en 2025 las máquinas ya realizarán casi la mitad de las tareas totales, un 47%: en 2020 era sólo el 33%. Es posible que la revolución tecnológica destruya unos empleos pero genere otros en igual medida, como han hecho otras revoluciones tecnológicas anteriores. Pero también es posible que el trabajo disminuya y la población se vea en el subempleo o en el desempleo. O es posible, en el mejor de los futuros, que se diseñe un sistema social en el que todos podamos vivir felizmente haciendo poco, cumpliendo un sueño tecnológico de emancipación (la tozuda realidad apunta más hacia una mezcla de las dos primeras opciones). Pero, más allá de los debates en torno a las verdaderas potencialidades de la digitalización o a la necesidad de una renta básica…, ¿cómo nos afectaría no tener que trabajar para sobrevivir? ¿Soportaríamos el dolce far niente?
En esta pregunta se encierra un problema filosófico de primer orden, cómo pensar la utopía o cómo prefigurarla en el presente. Hoy, en tiempos de “cancelación de futuro”, la tarea es aún más urgente. A pesar de todo, lo más probable es que en una sociedad postrabajo el trabajo todavía existiera, o bien porque quedaría un remanente, imposible de automatizar, o bien porque el trabajo puede considerarse como algo más que aquello que hacemos para sobrevivir.
En estos tiempos donde se cocinan iniciativas para la reducción legislativa de la jornada una sociedad sin trabajo remunerado supondría, además, un cambio profundo en las estructuras familiares tradicionales y las relaciones de género, que se crearon sobre la necesidad de trabajar, y daría una nueva dimensión a los cuidados y al trabajo doméstico (esas otras dimensiones del trabajo).
Suena bien, pero no es tan sencillo. Tradicionalmente, el trabajo ha servido para proveernos de las condiciones materiales necesarias para la existencia, pero también para aportar identidad a nuestra persona y sentido a nuestra vida. Cuando alguien nos pregunta qué somos, lo más normal no es responder “un ser humano” o “una soñadora”, sino electricista, contable, enfermera, periodista… El oficio está fuertemente ligado a nuestra identidad.
La carrera laboral marcaba el itinerario de la vida y, retrospectivamente, ofrecía el testimonio más importante del éxito o el fracaso de una persona. Es cierto que el trabajo a menudo le da sentido a la gente, aunque actualmente la mayor parte del trabajo no se realiza en circunstancias de nuestra propia elección. Lograr que el trabajo sea libre y voluntario significa trascender el sistema económico que hace del trabajo no libre la base de su funcionamiento.

