El progreso tecnológico ha hecho la vida más vivible que nunca antes, pero los trabajadores cada vez reciben una parte menor de los beneficios. Incluso antes de que llegase la sacudida inflacionista, los salarios de la mayoría de empleados estaban estancados. Para cuatro de cada cinco, el reloj del progreso se paró en algún momento indeterminado de la década de los ochenta. Todo a pesar de que su productividad no ha dejado de crecer y de que los beneficios empresariales se han multiplicado. ¿Qué ha pasado? Que las empresas en las que trabajan son, también, cada vez más desiguales entre sí. Y que la competencia entre ellas se ha erosionado a marchas forzadas, con unas pocas “superestrellas” globales acaparando una inmensa cuota de poder de mercado. “Lo que está ocurriendo nos perjudica a todos, excepto a unos pocos propietarios del capital”.

